lunes, 13 de enero de 2014

La espada encendida

LA SOLEDAD

Rhodo al dejar atrás lo que se llama el pasado
dejó de ser el cómplice del crimen, de un crimen,
de lo que había sido y no sido, de los demás, de todos,
y cuando se vio manchado por sangre
remota o anterior o presente o futura
rompió el tiempo y llegó a su destino,
volvió a ser primer hombre sin alma ensangrentada,
no huyó: era más simple que eso:
estaba otra vez solo el primer hombre
porque esta vez no lo quería nadie:
lo rechazaron las calles oscuras,
los palacios desiertos,
ya no podía entrar en las ciudades
porque se había ido todo el mundo.

Ya nadie, nadie lo necesitaba.

Y no sabía bien si era harina o ceniza
lo que quedaba en las panaderías,
si peces o serpientes
en el mercado después del incendio,
y si los esqueletos olvidados en las zanjas
eran sólo carbón o soldados que ardieron.
El redivivo se comió territorios,
primaveras heridas, provincias calcinadas:
no tuvo miedo, había
salido de sí mismo:
era una criatura
recién creada por la muerte,
era el sonido de una campana rota
que azota el aire como el fuego,
estaba condenado a vivir
fuera del aire oscuro:
y como este hombre no tenía cielo
buscó la enmarañada rosa verde
del territorio secreto:
nadie allí había matado una paloma,
ni una abeja, ni un nardo,
los zorros color de humo bebían con los pájaros
bajo la magnitud virgen del avellano:
el albatros reinaba sobre las aguas duras,
el ave carpintera trabajaba en el frío
y una gran lengua clara que lamía el planeta
bajaba del volcán hacia los ventisqueros.

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